SAN EUSTAQUIO
(ca.130)
Brotes de fe rompen en floración de mártires como manzano en primavera. El ejército romano es testigo de este retoñar cristiano; en las filas de sus legiones germina la fe. El orgulloso vencedor muere mansamente en la arena.
En la vida de San Eustaquio hay mucho de mano divina y no poco de piadosa invención humana. Muy extrañas coincidencias. Su nombre, Plácido, cortado a la medida para patricio circunspecto, morigerado, afable, crisol de virtudes humanas; el Eustaquio cristiano —fortaleza, solidez y firmeza—, predicción de una existencia movida bajo el signo de la cruz.
Algunas páginas de su crónica parecen arrancadas de la Sagrada Escritura: conversión con fulgores de camino de Damasco; Antiguo Testamento rememorado en pruebas, réplica de las de Job y escena de jóvenes del horno de Babilonia.
Que muchos detalles de la vida de nuestro Santo —por más interesantes que parezcan— no tengan visos de realidad, no altera la substancia. Lo que no se puede negar, sopena de correr la aventura de enfrentarse con los hechos, es ese hilo de verdadero amor que, sin saber cómo ni dónde, salta de las profundidades del tiempo y marca toda una ruta devocional. Una ferviente e ininterrumpida, a veces vibrante y otras tenue, admiración por el soldado Eustaquio. En días de cristianismo heroico, martirial, brilla en Oriente y Occidente, en la aurora cristiana, como un símbolo de fortaleza y un estimulante del espíritu. Cuando la santidad andaba por el mundo cubierta de ornamentos rojos —días de mártires—, estos símbolos de fortaleza adquieren un valor de plena vigencia.
En dísticos latinos —poeta de empaque clásico— se nos presenta el varón —fuerza y vigor— de preclaras virtudes, esforzado soldado auroleado de esa majestad, prudencia y ecuanimidad evocada en su nombre.
Baronio, al hablar de nuestro Santo, cita el Plácido de Flavio Josefo, jefe de la Legión X, en la guerra contra los judíos. Allá por el filo mismo de los siglos I y II se distingue como oficial de Vespasiano y Tito en el sitio de Jerusalén.
Su vida —como la de cualquier romano de entonces— la llenaba el quehacer de las armas, las ansias de conquista, el regusto del triunfo. En este ocaso de su grandeza la sociedad romana procuraba romper la monotonía de una vida fácil con ocios placenteros. A veces sus distracciones eran legítimas e inofensivas. Muchas llevaban el sello de un decadente paganismo. En el caso de nuestro soldado, le privaba la caza, deporte sano y ocupación honesta.
Salió al campo y aquel mismo día Cristo sale también de caza. Coincidieron los dos en el mismo recoveco de un monte escarpado. Ambos de acecho y a la espera.
Cuadro lleno de agreste misterio, divinos esplendores y humana poesía. La jornada era de auténtico éxito. A la vista, un verdadero ejército de ciervos; sobresale uno por su belleza. Plácido le sigue y se sitúa para dar con la presa codiciada. Pero la estrategia divina toma delantera, y nos dice ingenuamente la crónica que "el cazador fue cazado en las redes de la misericordia divina": una luz fulgurante ilumina las astas del ciervo que, en forma de cruz, sostiene la figura humana del Salvador.
Un cuadro de auténtica remembranza bíblica: Dios pone sus palabras en boca de un animal: "Oh, Plácido, ¿por qué me sigues? Soy el Cristo que ignoras".
"Dame fortaleza y vigor para soportarlo...". humilde súplica a las palabras de Cristo.
Siguiendo la voz de Dios, busca un sacerdote que le instruya en la fe y vuelve a su rincón de luz a recibir nuevas instrucciones.
Un escenógrafo hubiera echado mano de este paraje para un decorado de milagro y de misterio: entre el Tibur y el Prenestre, cerca de Guadagnolo, entre los pliegues caprichosos de unos montes; en un rincón, por techo el cielo. En Monterella, lugar próximo, apareció la tabla de dedicación de una iglesia por el papa Silvestre I en honor de San Eustaquio. En sugerentes miniaturas y xilografías de libros litúrgicos e históricos se conservan ingenuos recuerdos de la escena.
Fe de sentido militante. Había sido la milicia ocupación de su vida. Su esposa, la noble Taciana, cristiana Teopista, y sus hijos Agapito y Teopisto, son su primera conquista: un sueño, llamada de Dios, les presenta un cazador, un ciervo, un monte..., el signo de la cruz. Visión sublime que abre de par en par sus espíritus. Ven la luz de Dios calando en el alma del padre.
El presbítero Juan les lava con las aguas de la regeneración y les arma caballeros de Cristo con el escudo de la fe. Pasan a las filas de Cristo. Humilde, penitente, se acerca a la ciudad santa de Jerusalén, donde se asomara ambicioso soldado en busca de gloria. Ahora tras el signo de la cruz, siguiendo el rastro del Crucificado.
Buena conquista la de Plácido; Cristo puede contar con incondicional y valiente soldado. No olvidemos —es una división exacta de la fisonomía de los santos— que los mejores elementos son el hombre de piedra o el hombre de fuego, el que resiste o el que arde. Aquí tenemos un hombre de piedra.
No se hacen esperar las pruebas: esclavos y ganados mueren de contagio; pronto vendría el golpe sobre su esposa e hijos. De momento prefiere la soledad. Dejar el alma más libre y limpia para sumergirla totalmente, con más pureza, en Dios. Decide marcharse al desierto, a Egipto. La devoción cristiana acaso fabricara este dato con la asociación —salvando una valla de siglos— de la santidad que floreciera entre los santos eremitas. Se hace a la mar con su esposa e hijos, mas el patrón del navío, prendado de Teopista, desembarca al padre e hijos y levando anclas, dueño de la presa codiciada, zarpa para Siria. Continúa sin interesarnos la geografía.
La leyenda tiene verdadero afán en decorar la vida de los santos. No cesa en su empeño. Ahora nos presenta a San Eustaquio atravesando el desierto y abocado de pronto a las márgenes de un río. Pasa sus hijos en hombros. Uno en cada orilla (el padre nadaba para ir a recoger el segundo), aparecer unas fieras y se llevan sus seres queridos. Todo parece dispuesto con precisión matemática, como por un resorte. La imaginación popular llegó a ver un león y una loba. La historia —y nosotros con ella— ve la soledad de un esposo y un padre. Sin especificar circunstancias. Son éstas las parcelas que la historia cede al cultivo de la leyenda.
Eustaquio solo en el mundo. Así pensarían quienes no sintieran el pulso de la mano de Dios. Para el mundo es una auténtica paradoja; para los santos, estos golpes y pruebas son indicadores puestos a lo largo del camino.
"Señor, que me habéis privado de la esposa y los hijos: Disponed ahora del padre según vuestra santa voluntad..."; sólo un alma de temple de santo responde así. El vendaval le llevaba al puerto, y en su arribada encuentra la felicidad. En una insignificante aldea, Badisa, sirve durante catorce años a un rico granjero. Pasa desapercibido. Sólo le ven los ojos de Dios.
En la vida de los santos Dios lleva el traspunte. A menudo sale el milagro a escena. Un buen día se ve, con sorpresa, incorporado, con todos los honores, al ejército. Sus hijos, libres de las fieras, alistados en aquellas mismas legiones. La voz de la sangre se reconoce. Llevada de la mano de Dios, aparece Teopista para completar aquel cuadro de hogareña felicidad. El criado, los jóvenes soldados y la sirviente Teopista, la familia del rehabilitado general.
Los mismos laureles con que Marte regalara al esforzado Plácido, se los depara la Providencia a Eustaquio. La santidad no anula las cualidades humanas. Les pone la etiqueta de su destino: Dios. Roma le espera para recibir los honores del triunfo. Se preparan festejos extraordinarios y número insustituible —el primero y fundamental—, sacrificar a los dioses. A Eustaquio, protagonista de la aclamación, le corresponde su turno. Ha de acercarse al altar y hacer su ofrecimiento. Pero no da un paso hacia el ara sagrada. Confiesa su fe y reserva el sacrificio cruento de su vida para Cristo. El índice de Dios le marca un camino que no es precisamente el de recibir el laurel que corone su cabeza.
Rubrica su nombre, fortaleza, con su propia sangre. Auténtico e infalsificable refrendo. La cárcel, las cadenas, las fieras..., incapaz de doblegar al soldado de Cristo. Se echa mano de los medios que con más refinamiento inventó la malicia humana. No faltó el martirio del corazón: su esposa e hijos serían compañeros. Pero Dios saca vida de la muerte misma; pasan los tormentos sin conseguir otra cosa que profundizar —como los temporales de invierno— las raíces de su fe profunda.
Nos dicen sus biógrafos que, como los jóvenes de Babilonia, fueron pasados por el fuego. Crisol de purificación. Encerrados en un toro de bronce candente, ni un cabello de su cabeza quedó chamuscado. Parece que nuestros santos —como niños grandes— sienten placer en burlarse de la maligna condición humana, riéndose de las leyes y desafiándolas y actuando contra naturaleza y contra corriente.
Aunque el fuego ni siquiera ahuma sus vestidos, milagrosamente, glorificando a la Santísima Trinidad y cantando himnos de alabanza, sus almas, como una angélica exhalación, vuelan al Señor, con la aureola del martirio. Dicen que el 20 de septiembre del año 130; los Bolandos el 128. Poco interesa la cronología. Lo cierto es que al final del primer tercio del siglo II estos insignes mártires dieron testimonio de su fe. La fecha se encuentra borrosa en los anales y crónicas.
Sus cuerpos fueron recogidos, como aliento de vida en los fragores y tempestades del naciente cristianismo. Su memoria, evocación de triunfo y fortaleza. Atraviesan la época gloriosa dejando una estela de luz, esperanza y optimismo. Esto explica la íntima y profunda devoción. Hasta la remota España llegan las venerandas reliquias y en el recoleto rincón del convento de Santa Clara de Madrid se guardan como un tesoro. Los fieles acudieron, confiadamente, en busca de fortaleza. Esa virtud que da un tono especial a la vida cristiana.
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